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La Plata
La “guerra antidrogas” y el Comando Sur
La “guerra contra las drogas” jamás ha sido una metáfora. Latinoamérica asimiló esta cruzada desde hace muchos años. A su vez, con el tiempo, el papel del Comando Sur estadounidense en esa guerra ha ido aumentando; todo esto ha generado una situación inquietante
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La “guerra contra las drogas” jamás ha sido una metáfora. Su comienzo simbólico se produjo en 1971, cuando el presidente Richard Nixon la proclamó a raíz del incremento del consumo de heroína y marihuana en Estados Unidos. Su lógica expresó (y expresa) la existencia de una campaña prohibicionista que buscaba suprimir, preferentemente con medidas represivas, el fenómeno de las drogas en cada uno de sus eslabones y fases. En ese sentido, el objetivo de la prohibición es la abstinencia y la creación de una sociedad libre de drogas. Ello implica, por lo tanto, eliminar el cultivo, la producción, el procesamiento, el tráfico, la distribución, la comercialización, la financiación, la venta y el uso de un conjunto de sustancias psicoactivas declaradas ilegales.

Latinoamérica asimiló esta cruzada desde hace muchos años. Si bien el papel de Estados Unidos fue decisivo en el proceso de imposición de la “guerra contra las drogas”, la profundidad y la complejidad alcanzada por ésta tiene una responsabilidad compartida: la presión de Washington ha sido una condición necesaria pero no suficiente; Latinoamérica abrazó el paradigma prohibicionista y no lo ha abandonado. A su vez, con el tiempo, el papel del Comando Sur estadounidense —corporación escasamente estudiada por propios y ajenos— en esa guerra ha ido aumentando; todo esto ha generado una situación inquietante.

MIRANDO A LATINOAMÉRICA

Nuestra región ensayó una serie de políticas públicas concretas en el frente de las drogas: 1) la erradicación de los cultivos ilícitos, 2) el desmantelamiento de los grupos narcotraficantes, 3) la militarización de la lucha antidrogas, 4) la criminalización de la cadena interna ligada al negocio de los narcóticos, 5) la aplicación de la extradición de nacionales —en especial, a Estados Unidos— y 6) el rechazo a cualquier iniciativa contra la prohibición de drogas.

Los resultados de la destrucción de cultivos han sido negativos, nocivos y paradójicos. Han sido negativos porque no se ha afectado el poder de los traficantes ni se han mejorado las condiciones socioeconómicas en las zonas en las que se aplica, ni tampoco ha tenido un impacto sobre la disponibilidad, la calidad o el precio de las drogas. Han sido nocivos porque han creado un ciclo vicioso que simplemente conlleva al traslado de las áreas cultivadas y a una reorganización del negocio. Pero, además, los resultados han sido paradójicos, porque en algunos casos han llevado a la movilización y al fortalecimiento de grupos internos tradicionalmente menos recursivos y poderosos, y en otros casos ha facilitado el crecimiento de agrupaciones armadas. Por ejemplo, el movimiento cocalero en Bolivia se fue organizando desde los ochenta a partir de su rechazo a la erradicación de cultivos ilícitos. En el caso de Colombia, las políticas antidrogas de Washington —entre otras, la erradicación química— facilitaron un robustecimiento de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). La insistencia de Washington a favor de la erradicación, a pesar de sus magros resultados, contribuyó a la llegada al poder de Evo Morales (2005-2010) en Bolivia y a la persistente influencia de las FARC en ciertas zonas.

Paralelamente, el desmantelamiento de los grupos de narcotraficantes se constituyó en un pilar importante de las estrategias gubernamentales. La persecución a los “barones de la droga” fue, básicamente, una práctica marginal en los años setenta, errática durante los ochenta y frontal desde los noventa. La persecución de las cabezas visibles del narcotráfico se instauró de modo decisivo en algunos países, como en el caso de Colombia en los noventa y en México en la primera década del siglo XXI.

Los múltiples efectos de esta política en términos de violencia y corrupción son elocuentes. El intento de desarticulación del narcotráfico ha exacerbado ambos fenómenos ya existentes: las drogas, per se y por lo general, no crean la conflictividad sociopolítica ni la corrosión institucional, sino que las amplían, las degradan y las perpetúan. De hecho, los resultados del desmantelamiento del narcotráfico han sido mediocres. La confluencia de factores tales como el incremento de los contactos criminales transnacionales, el alto nivel de consumo de sustancias psicoactivas en Estados Unidos, Europa y Sudamérica, el deterioro social en la región y la debilidad estatal han llevado a que, por ejemplo, la Cuenca del Caribe sea territorio fértil para la expansión del narcotráfico. Mientras tanto, el aumento de la delincuencia caribeña y de la criminalidad centroamericana ha tenido efectos sociales e institucionales ruinosos.

Además, la militarización del combate contra las drogas se convirtió, salvo contadas excepciones (por ejemplo, en Argentina, en Chile y en Uruguay) en una política usual. La “guerra contra las drogas” se tornó en los ochenta en una cuestión de seguridad nacional, tanto para Estados Unidos como para varios países de Latinoamérica. De allí en adelante, se borró la diferencia entre actividades policiales y militares. Después del 11-s, y ante el auge de las llamadas “nuevas amenazas” (esa presunta gran amalgama de males, como el terrorismo internacional, el crimen organizado, el narcotráfico, los proliferantes de armas de destrucción masiva), Washington ya no concibe la diferencia entre seguridad interna y defensa externa, y pretende que los ejércitos de la región se transformen en una suerte de crime fighters.

Ahora bien, en todos los casos de la región en los que se manifestó la militarización de la lucha antidroga, los efectos fueron desafortunados en el terreno institucional, así como improductivos en relación con el combate contra el negocio. La participación militar incidió negativamente sobre las relaciones cívicomilitares, el estado de los derechos humanos y los grados de corrupción. Pero, además, el papel de las fuerzas armadas en las tareas de erradicación, interdicción y desmantelamiento no significó un avance para eliminar, o siquiera reducir, el fenómeno de las drogas.

En forma concomitante, los países de Latinoamérica han criminalizado distintos eslabones de la cadena interna del negocio de las drogas. Un aspecto que ha concentrado recientemente la atención es el control del lavado de activos. También en este caso, la eficacia de esa política es dudosa. En el Caribe insular, los gobiernos, muy presionados por las naciones de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), han procurado aplicar políticas firmes contra el lavado. Sin embargo, ello ha contribuido a colocar al Caribe en medio de un torbellino difícil de manejar y sobrellevar. De igual forma, los países de Sudamérica han aprobado normas estrictas contra el blanqueo de capitales. No obstante, los logros han sido poco alentadores. Una evaluación de los informes nacionales presentados al Grupo de Acción Financiera de Sudamérica (Gafisud) muestra que la región tiene tasas paupérrimas de decomisos, arrestos y condenas.
Además, la extradición de nacionales ha sido un pilar importante de la política antinarcóticos. Con esta práctica se esperaba que los sistemas judiciales debilitados, entre otras razones, por el auge del narcotráfico, tuvieran una menor carga y pudieran fortalecerse; que la colaboración jurídica redundara en la posibilidad de ganar en efectividad respecto de la desarticulación del fenómeno de las drogas, y que la amenaza y el uso de este instrumento sirvieran como disuasivo para que ingresaran menos personas al negocio. Ahora bien, la aplicación de la extradición ha tenido efectos ambiguos. Sin duda, los países que la llevan a cabo han mejorado sus vínculos con Estados Unidos. Sin embargo, los logros específicos han sido insustanciales: los narcotraficantes no se han disuadido (siempre hay alguien que reemplaza al extraditado, al encarcelado o al eliminado), y la justicia no ha incrementado su eficacia (salvo simbólicamente).

Por último, en Latinoamérica ha predominado una postura definida en términos de oposición: la ausencia de cuestionamiento oficial de la prohibición y el rechazo a una eventual legalización de las drogas. En varios países, han ido surgiendo voces críticas de esta práctica gubernamental. Sin embargo, los gobiernos rechazan las alternativas a la estrategia vigente, a pesar de que muchos líderes regionales reconocen en público y en privado que los costos de la prohibición son cada vez más abrumadores para los Estados, y que sería aconsejable pensar en opciones diferentes.

VOLVIENDO A ESTADOS UNIDOS

Para entender mejor, y al menos parcialmente, la consentida subordinación de
Latinoamérica a la lógica de la “guerra contra las drogas”, hay que retornar a Estados Unidos. El despliegue inicial de esa cruzada durante el gobierno de Richard Nixon obedeció a la decisión de los civiles, se manifestó en la búsqueda de soluciones prontas, se orientó en clave de seguridad, se afincó en el respaldo de un opinión pública que pedía “hacer algo” ante el aumento del uso de drogas y contó con un apoyo amplio en el legislativo, así como entre republicanos y demócratas.

Al llegar Jimmy Carter a la presidencia, se produjo, por un corto lapso, un relativo freno al prevaleciente espíritu guerrero. Peter Bourne, asistente especial del presidente Carter para asuntos de salud, se inclinó a favor de una política más tolerante. Pero algunas revelaciones de la prensa indicaron que Bourne había consumido cocaína durante la reunión de diciembre de 1977 de la National Organization for the Reform of Marijuana Laws. El asistente debió renunciar, al tiempo que Carter comenzó a abandonar su criterio moderadamente “liberal”.

A finales de los setenta, el Departamento de Estado alentó a que las fuerzas armadas de algunos países asumieran un papel más visible en el combate contra las drogas. Así, por ejemplo, en 1978, unos 10 000 soldados colombianos lanzaron la “Operación Fulminante” contra la marihuana. A pesar de que el operativo fue un fracaso, pues afectó a los pequeños traficantes pero no a las redes mayores, Washington insistió en esa mecánica de confrontación y en aplicar la opción militar en todo el territorio. Con el tiempo, e independiente de la participación castrense en el combate antidrogas, la plantación de marihuana se consolidó en Estados Unidos: hoy es el principal productor mundial de la variedad más potente.

DEL MOMENTO RELUCTANTE A LA PARTICIPACIÓN

Hasta comienzos de los ochenta, las fuerzas armadas estadounidenses se mantuvieron renuentes a participar en la lucha antinarcóticos en el exterior; de hecho, por la Ley Posse Comitatus de 1878, no podían ser usadas localmente. Así, en 1981, el Departamento de Defensa no recibió ningún recurso para tareas de interdicción de drogas. Sin embargo, con Ronald Reagan en el ejecutivo, el impulso guerrero de los civiles se intensificó. El ascendente papel de los militares cobró vigor a partir de mediados de los ochenta; es decir, antes de que finalizara la Guerra Fría. La Public Law 97-86 modificó la Ley Posse Comitatus, y autorizó una participación “indirecta” de las fuerzas armadas en el combate antidrogas.

En abril de 1986, Reagan firmó la Directiva Presidencial número 221, que de claraba que las drogas constituían una amenaza letal a la seguridad de Estados Unidos, y con ella se amplió el papel de los militares. Tres meses después, el 15 de julio, Washington envió a Bolivia una unidad de combate del ejército (de la Brigada de Infantería 193 establecida en Panamá) para llevar a cabo la operación Blast Furnace, dirigida a localizar y a destruir centros de producción de cocaína. La operación tuvo un éxito temporal: se interrumpió el circuito productivo de la cocaína, pero en 1987 volvieron a crecer los plantíos de coca y el tráfico de pasta de coca. Bolivia continuó siendo un importante productor de cocaína, aumentó el peso de Perú en el negocio y comenzó el despegue de plantaciones en Colombia.

Si desde Harry Truman hasta Ronald Reagan nadie quería aparecer soft frente al comunismo, en el final de los ochenta nadie quería ser identificado como “blando” en la “guerra contra las drogas”. Así, en septiembre de 1989, el Secretario de Defensa, Richard Cheney, determinó que el combate contra las drogas pasaba a ser una misión de seguridad prioritaria para el Pentágono. Eso implicó que las fuerzas armadas asumieran el liderazgo en tareas de detección y monitoreo del tráfico de drogas hacia Estados Unidos, así como el apoyo a la Agencia Federal Antidrogas (DEA) y al Departamento de Estado.

Tres meses después —el 20 de diciembre— Washington ordenó la invasión a Panamá: como parte de la operación Just Cause se depuso al Presidente de facto, el general Manuel Antonio Noriega, se le capturó y fue llevado a Estados Unidos donde fue juzgado por narcotraficante. Con el impulso de esa operación, en enero de 1990, Estados Unidos movilizó el portaviones John F. Kennedy y la fragata Virginia para realizar lo que algunos en Washington llamaron “patrullaje” y otros denominaron “bloqueo” en las proximidades de Colombia. Finalmente, el gobierno del presidente Bush suspendió el envío de naves y expresó que lo ocurrido había sido un “malentendido”.

En ese contexto, el papel del Comando Sur —por entonces establecido en Panamá— fue adquiriendo importancia en la “guerra contra las drogas”. A partir de 1990, solicitó y obtuvo —mediante la operación Coronet Nighthawk— un incremento de la capacidad aérea para la identificación e intercepción de aviones que pudieran transportar drogas: una vez cerrada la Base Howard en Panamá, esta operación se ubicó en la base de Hato Rey, localizada en Curazao. A ello se agregó un despliegue de radares en el Caribe y en la zona andina (en particular, en Colombia, Ecuador y Perú).

LA APROPIACIÓN INSTITUCIONAL DE UNA GUERRA IRREGULAR

Entre noviembre de 1990 y octubre de 1993, el Comando Sur estuvo bajo el mando del general George A. Joulwan, un hombre convencido de la necesidad de proteger los intereses corporativos en un escenario de Posguerra Fría sin la presencia de la Unión Soviética y predispuesto a expandir el papel de los militares en acciones antinarcóticos. Junto a la personalidad y al criterio de Joulwan, tres hechos reforzaron la relevancia del Comando Sur en la “guerra contra las drogas”. Por una parte, un informe del Departamento de Defensa de septiembre de 1993 indicó que sólo el Comando del Atlántico y el Comando Sur emprenderían misiones contra las drogas. Por otra parte, en 1992, el presupuesto aprobado para interdicción de drogas —esto es, la parte correspondiente al Departamento de Defensa— llegó a mil millones de dólares. El Comando del Atlántico continuó recibiendo grandes recursos después de la Guerra Fría. Por su parte, el Comando Sur identificó un “nicho” de financiamiento a través de su visible participación en la lucha antinarcóticos.

Por último, una legislación específica y algunos documentos oficiales elevaron el significado del combate contra las drogas. Por un lado, el National Defense Authorization Act, aprobado en noviembre de 1990, apoyó la eventual conformación de una fuerza multilateral antidrogas (multilateral counter-drug strike force). Por el otro, la Estrategia de Seguridad Nacional de agosto de 1991 identificó al control del flujo de drogas que ingresaban a Estados Unidos como uno de los siete objetivos principales. Asimismo, el US Army Field Manual (FM) 100-5 Operations de junio de 1993 precisó que el combate antidrogas pasaba a ser una modalidad de operation other than war, término que se conoció en los ochenta como conflicto de baja intensidad.

En consecuencia, desde mediados de los noventa, el Comando Sur ocupó un lugar destacado en la estrategia antinarcóticos hacia Latinoamérica. Los sucesivos comandantes fueron asegurando el papel del Comando Sur en dicha estrategia: mayor presupuesto, más bases y radares, y menos restricción desde el Departamento de Estado. A su vez, junto a la sede del Comando Sur en Miami, otros puestos militares le brindaban servicios y constituían medios valiosos para su proyección externa: el Ejército Sur (Fort Sam Houston, en Texas), la Doceava Fuerza Aérea (base aérea de Davis-Monthan, en Arizona), el Comando de las Fuerzas Navales Sur (base naval de Mayport, en Florida), las Fuerzas de la Infantería de Marina Sur (en Miami, Florida), el Comando de Operaciones Especiales Sur (en Homestead, Florida), la Fuerza de Tarea Conjunta Bravo (base aérea de Soto Cano, en Honduras), la Fuerza de Tarea Conjunta Guantánamo (Guantánamo, en la isla de Cuba) y la Fuerza de Tarea Conjunta Interinstitucional Sur (en Key West, Florida).

La aprobación del Plan Colombia en 2000 robusteció la participación del Comando Sur en diversas tareas antidrogas. El 11-s facilitó aún más esta gravitación del comando localizado en Miami: mientras la atención y los recursos de Washington se concentraron en Asia y en la lucha contra el terrorismo, el Comando Sur acrecentó su influencia en la política exterior y de defensa de Estados Unidos hacia Latinoamérica, y garantizó la provisión de fondos mediante la agitación de la figura deletérea del narcoterrorista que, presuntamente, se expandía en la región. A ello se sumó lo que el general James T. Hill (2002-2004) designó como grave amenaza hemisférica: el llamado “populismo radical”.

RUMBO A LA EXPANSIÓN

En ese marco, el informe de 2007 del Comando Sur, Estrategia del comando 2016, resultó relevante. El documento se constituyó en el plan estratégico más ambicioso que haya concebido en años una agencia oficial estadounidense respecto de la región. El Comando Sur anunciaba y entendía su proyección en el área. Su misión y su visión parecieron desmesuradas, a tal punto que se arrogó ser la organización líder, entre las agencias existentes, para garantizar “la seguridad, la estabilidad y la prosperidad en toda América”.

Esta nueva estrategia del Comando Sur reforzaba el componente castrense de la política internacional de Estados Unidos hacia el área. Por ejemplo, entre 1997 y 2007, el total de asistencia militar y policial de Estados Unidos a la región había sido de aproximadamente 7 300 millones de dólares. De 2005 a 2007, se ubicaron entre los quince mayores receptores de asistencia estadounidense en materia de seguridad cuatro países de la región (Colombia, quinto; Bolivia, octavo; Perú, décimo, y México, doceavo). A su vez, entre 1998 y 2008, el total de personal militar latinoamericano entrenado en Estados Unidos llegó a 141 430.

En ese sentido, la aprobación de la Iniciativa Mérida para México y Centroamérica en junio de 2008 y el nuevo despliegue de la 4a Flota (que había operado entre 1943 y 1950) a partir del 1 de julio de ese año se insertaron en el contexto de una mayor extensión del poderío militar de Estados Unidos en la región y en el ámbito de una inflación de tareas asignadas a las fuerzas armadas después del 11-s.

A su vez, el acuerdo que se forjó en 2009 entre Washington y Bogotá para el uso de bases colombianas por parte de tropas estadounidenses se inscribió en esa tendencia, pero le añadió un ingrediente más ambicioso. En la medida en que se fueron conociendo los detalles del tema, se hizo evidente el salto cualitativo que significa el compromiso entre Colombia y Estados Unidos. En esencia, el acuerdo se presentó en Bogotá como una continuación necesaria de la lucha contra el narcotráfico y el terrorismo, y en Washington se presentó como una sustitución indispensable de la base de Manta, en Ecuador, que Estados Unidos debía dejar en noviembre, como localizaciones para llevar a cabo “operaciones contingentes, logística y entrenamiento” y como puente para expandir el contacto entre el Comando Sur y el recientemente creado Comando Africano, de acuerdo con el lenguaje específico de los documentos del Pentágono.

¿UN COMANDO AUTÓNOMO?

La “guerra contra las drogas” ha resultado funesta en el mundo, en general, y en Latinoamérica, en particular. La cruzada antinarcóticos, estimulada por actores sociales y políticos en Estados Unidos y plenamente legitimada por las élites locales en el plano regional, tiende a naturalizarse. Aquella “guerra” iniciada por los civiles la han ido asumiendo los militares: unos dirigiendo (en Estados Unidos), otros combatiendo (en Latinoamérica). En el trayecto, algunos sectores de las fuerzas armadas en Estados Unidos —en especial, el Comando Sur— han ido asumiendo el liderazgo del combate antinarcóticos. Miami fue llenando un papel que Washington había ido relegando. Con ello, creció la gravitación de un Comando usualmente inferior en capacidad, en poderío y en incidencia. Pero ahora asistimos a una nueva dimensión de la “guerra contra las drogas”: ésta le sirve al Comando Sur para tener un alcance más vasto, y a los militares para continuar imperturbables la estrategia de primacía de Estados Unidos que se dibujó al inicio de la Posguerra Fría y que aún no se ha modificado.

Fuente: Juan Gabriel Tokatlian. Publicado en la revista Foreign Affairs Latinoamérica, Volumen 10, Número 1, Enero–Marzo 2010.  Club Político Argentino

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 Comentarios (2)
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